La Llorona

Enunciado

La Llorona

Luego de la caída de la orgullosa Tenochtitlán y de la dispersión de los infortunados sobrevivientes, el audaz e implacable Hernán Cortés se retiró a vivir a Coyoacán, lugar plácido y delicioso, donde él y la bella Malinche distraían sus ocios. Pasado un tiempo, sin embargo, el capitán español estimó conveniente emprender la reconstrucción de la vencida urbe mexicana, para convertirla en capital de la Nueva España, el reino que había conquistado por la fuerza de su brazo, para Carlos V, rey de España y cabeza del Sacro Imperio. Lo primero era recoger los numerosos cadáveres que, todavía insepultos, infestaban con su hedor el aire transparente del valle. Después, debía retirarse la asombrosa cantidad de escombros que produjo la demolición de los palacios, templos y casas tenochcas. Esas dos tareas se encomendaron a los propios mexicas, reducidos a una especie de esclavitud y hechos traer desde su exilio temporal en las poblaciones ribereñas. Cabe imaginar con cuánto dolor impotente cumplieron el penoso deber de reunir a sus muertos, hacinarlos cerca de los canales y prenderles fuego; no había tiempo para enterrarlos, la descomposición amenazaba con provocar una epidemia, y las macabras piras lanzaron al aire su denso y fétido humo durante varios días.

Después, miles de indígenas se afanaron de sol a sol para despejar el terreno de los montones de piedras y lodo en que se habían convertido pirámides, templos, palacios, altares, todo. Donde antes se levantaba en grandioso centro ceremonial de los mexicas, se consumó la destrucción de los edificios para allanar una enorme explanada, con una plaza al centro rodeada de espaciosos solares, donde Cortés fijó el emplazamiento de la futura catedral, el palacio de gobierno, las casas del Ayuntamiento y, naturalmente, la mansión del propio conquistador, quien repartió los predios restantes entre sus compañeros de armas. Aquello iba a ser el núcleo de la capital novohispana. Del espacioso cuadrángulo emergían, rectilíneas y cortándose en ángulo recto, las calles anchas que delimitaban varias manzanas, baldías entonces. De ese modo quedó configurada la Traza, el espacio medido a cordel, cuadrado y dividido como un tablero de ajedrez, donde iba a sentar sus reales la población española. Más allá de la Traza, los indígenas tenían permiso de residir.

En poco tiempo se multiplicaron las macizas residencias de los conquistadores, a las cuales se agregaron las de colonos venidos de España, ya para desempeñar los cargos del gobierno de la colonia, ya en busca de medrar con el ejercicio de sus profesiones o bien, cosa más frecuente, para hacerse ricos a cualquier precio.

Gobernaba ya un virrey -quizá don Luis de Velasco- en la Nueva España, cuando comenzaron a dejarse oír ciertos espantosos rumores sobre un espectro que atormentado recorría las calles de la Traza, profiriendo lastimeros gritos sin dar reposo a los medrosos habitantes de la muy Noble y Leal Ciudad de México, ufana capital del virreinato.

Cierta noche, a eso del toque de ánimas, el platero Juan de Vivar transitaba rumbo a su casa de la calle del Amor de Dios, a un costado del palacio virreinal; venía desde el límite norte de la Traza, a donde le había llevado el deseo de ver a su compadre, el también platero Pedro Suárez, con quien estuvo departiendo sobre negocios hasta muy entrada la noche. Cuando advirtió lo avanzado de la hora se despidió de prisa, para emprender el regreso al hogar. Caminaba a buen paso como precaución contra los encuentros imprevistos y desagradables cuando, de pronto, un grito horrendo, inhumano, agudísimo lo dejó clavado en su sitio, con los cabellos erizados de espanto:

-¡Aaay mis hijos... ! ¡Mis pobres hijos!

Se recobró del susto al hacerse el silencio, pero de nuevo resonó, ahora más cerca, el terrible alarido:

-¡Aaay mis hijos!

Creyó que una mujer -¿quién, si no?- pedía auxilio para su prole y, sin pensarlo un momento, se lanzó a buscarla para prestárselo. El platero llegó desesperado a la esquina de la calle, miró y remiró por los cuatro rumbos del cruce, pero... ¡Nada! Un largo escalofrío recorrió su espalda; sin embargo, determinado a averiguar el origen y la causa del grito, siguió buscando a la persona -de eso estaba seguro- que lo había proferido.

Él no era un hombre opacado ni supersticioso; confiaba, además, en el afilado acero de la espada toledana que pendía de su talabarte. En fin, echó a andar con oídos y ojos, alertas, por si se repetía aquel extraño grito.

-¡Aaay aaay mis hijos! ¡Mis desdichados hijitos!

Ahora sí estaba seguro, el grito había partido de la calle contigua. Corrió hacia allá. A poca distancia delante de él, le pareció percibir la silueta de una mujer envuelta en un largo manto. La siguió, dispuesto a darle alcance y corroborar si ella era quien había gritado. Antes de poder acercarse más, la figura se esfumó como si las tinieblas se la hubiesen tragado. No obstante, Vivar adelantó unos pasos más hasta aproximarse a la última casa de la Traza, por aquel rumbo. Por lo visto, su pesquisa lo había conducido más lejos de lo conveniente. En la casa frontera, dentro de una hornacina de piedra excavada en el muro, brillaba una lucecita a los pies de una imagen de la Virgen. A ese débil resplandor percibió algo sobre el empedrado y se inclinó a recogerlo: un trocito de tela desgastada y antigua, pero suntuosa, quedó entre sus dedos. Para su sorpresa, amanecía ya y un sol rojo, enfermizo, vacilante ponía galas carmesíes a las cumbres de los volcanes.

Juan de Vivar se santiguó, como para conjurar al Maligno, y prestamente se encaminó de nuevo a casa de su compadre. Quería contarle el extraño sucedido.


La Llorona, versión libre de la leyenda popular (fragmento).

¿Qué emociones invaden al platero, Juan de Vivar, cuando percibe por vez primera los gritos de "La Llorona"?

Alternativas

A) Temor y espanto debido a que la situación se presenta tenebrosa.

B) Incertidumbre por desconocer el lugar de donde provienen los gritos.

C) Indignación y rabia por la situación imprevista en el camino de regreso.

D) Curiosidad por conocer la identidad a del sujeto que emite los gritos dolorosos.